Era un atardecer precioso. El sol se ocultaba lentamente en el horizonte, reflejándose en las calmadas y cristalinas aguas del mar. Ninguna nube oscurecía el cielo, la temperatura era perfecta, haciendo agradable pasear por las rocas como yo hacía en aquellos momentos, saltando de vez en cuando de una a otra. Mi intención era llegar hasta el extremo de un saliente de rocas que se adentraba largamente en el mar para poder sentarme en la última piedra.
Y eso hice. Con algo de cuidado de no resbalarme fui avanzando lentamente, evitando algunas olas que atravesaban las partes más hundidas del saliente. Cuando llegué a mi objetivo, me quité las Converse desgastadas que llevaba, los calcetines, y, tras acomodarme en la roca, metí los pies en el algo fresca agua salada.
Qué tranquilidad...
Respiré profundamente, sintiendo agradable ese frescor inundando mi piel, y me recosté un poco, usando las manos para apoyarme, disponiéndome a observar la muerte del día, la huía del sol ante la llegada de la noche.