Enviando mis cartas pendientes (Elizabeth de Lune)

Abigail subió velozmente las escaleras que llevaban a la lechucería, con cuidado de no resbalarse por la nieve acumulada en los escalones.

En su mano derecha llevaba dos cartas: una para sus padres, y otra para la pequeña Sammy, su hermanita, que estaba empezando a leer. En la izquierda llevaba una taza de café, ya no tan caliente, robado hacía unos minutos de las Cocinas.

Al llegar allí arriba, la castaña se dirigió a la primer lechuza que vio, una parda de gran tamaño. Dejó la taza en el alféizar de una de las ventanas, y le ató las cartas a una pata, dándole instrucciones sobre cómo llegar a su casa, en Budapest.

Cuando la lechuza partió, Abi se asomó para seguirla con la vista todo el tiempo que pudo, y una sonrisa melancólica pintada en sus labios.

Tomó la taza, y dio un sorbo. Comprobó, a su disgusto, que estaba frío.

(Off: PERDÓN, PERDÓN, PERDÓÓÓÓN ... Estaba con el teléfono móvil y se me acabó el saldo :S )

off// descuida ^^

on//

Volvía a nevar, no sabía ya cuanto tiempo llevaba el invierno vigente sobre la tierra, pero de algo estaba segura: Ya quería que terminara. No era que no me gustara la nieve, su frío y sus blancos paisajes blancos que, uno podía contemplar desde las ventanas, sino que deseaba ya descongelar el corazón destrozado que llevaba por dentro. Ya habían pasado varios días después de mi no tan excelente fuga a Francia. Todos lo que yo no quería que me encontrasen habían dado conmigo, incluso había tropezado con aquellos que jamás creí ver por esos lúgubres alrededores. Ese cementerio oscuro que al poner un pie dentro de sus terrenos podían sentir como se te helaba la sangre y como se calaban los huesos. No recordaba cuanto tiempo había estado llorando y recordando mi pasado en ese lugar, pero agradezco al cielo que mi hermano Alphonse (el mayor de los trillizos) hubiese llegado.

Caminaba camino hacía la lechucearía, dejando las huellas de mis pasos sobre la blanca nieve que caía elegantemente del cielo grisáceo de esa mañana helada. Suspiraba Tranquilamente, dejando que mi aliento se pintara de blanco cuando entraba en contacto con la baja temperatura del lugar. Había mucho hielo, tuve pequeños deslices al andar pero nada serio. Iba tarareando una reciente melodía con la que había despertado al amanecer, incluso mis compañeras de cuarto se habían sorprendido de verme cantar de esa forma –de hecho nunca me habían escuchado cantar en voz alta, por lo que no apartaban los oídos de mi boca- y tan alegre y melancólica a la vez.

Fue cuando al llegar al lugar lleno de plumas y aves cantarinas, vi a una chica que estaba recargada en el borde de la ventana más cercana, miraba a lo lejos, talvez al igual que yo, había subido a la torre para enviar sus cartas a sus seres queridos.

-Hola –interrumpí mi canto cuando entré- ¿Enviando cartas? –sonreí cuando terminó mi ameno saludo. Caminé hacia donde se encontraba mi blanca lechuza, parecía inquieta cuando cruzó miradas conmigo. De mi bolsillo saqué unos pequeños dulces de anís y se las dí de comer a la ave. Parecía bastante contenta, por lo que a cambio recibí unos cosquilleos con su pico en mi cabello. Le ataba las cartas que iban especialmente a mi padrino y tutor Thatcher y otras para los trillizos, especialmente para Alphonse; ya volvía a hablarle.

La lechuza había desaparecido de la visión de Abigail hacía rato, pero la serpiente seguía recargada en el alféizar de la ventana, mirando el cielo. En esos momentos, deseaba poder ser siempre búho, llevar su correo por su cuenta, volar libremente...

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la voz de una muchacha. Abi se dio vuelta y respondió.

―Hola ―la saludó―. Así es. Hacía mucho que no enviaba una carta a casa ―comenté―. ¿Y tú? ―aunque era bastante obvio. Eran pocas las personas que subían porque sí, o para hablar con las lechuzas.

Miro el rostro de la chica, disimuladamente. Se le hacía familiar, pero no recordaba nunca haber cruzado palabra con ella. No era raro, en realidad. A veces, Abigail era muy cerrada.

Terminé de papachar a mi lechuza cuando la tomé y la coloqué en mí ante brazo para llevarla a donde se encontraba la otra chica y soltar al ave y que se alejara volando elegantemente, revoloteándose con la ligera brisa que comenzaba a soplar con suavidad sobra la copa de los desnudos árboles. Me encantaba ver a las aves volar. Muchas veces deseé aprender la magia de la transformación y volverme una animaga, así convertirme en el animal que yo quisiese y con el tiempo, transformarme en cualquier criatura del reino animal. Sabía que necesitaba de muchísima práctica para lograrlo pero aún así, algún día lo sería. Ese era mi nuevo propósito. Cuando recibiera la respuesta a las cartas que enviaba, les comentaría a mis hermanos mis ideas nuevas. Estaba segura de que a Alphonse le agradaría la idea para poder usar esa habilidad para jugar bromas a mis hermanos y al vecino fauno de Thatcher.

-Pues tenía que enviar esas cartas –dije apuntando a mi lechuza que era casi inasible entre la nieve-, yo intento mantener al día a mis hermanos…

Suspiré y nuevamente mi aliento se dibujó en el aire que soplaba, combinándose con el con un suave movimiento. Me sentía extrañamente cómoda en ese ambiente, a pesar de que ya estuviese ansiosa de ver llegar la primavera.

-Soy Elizabeth du Lune –le dije sin apartar la vista del paisaje-, de Ravanclaw… ¿Y tú?

―Entiendo ―fue el murmullo de Abi―. Igual yo. Lo cual no es fácil si tienes una hermanita de seis años que está aprendiendo a leer y tu letra no es de lo más legible, pero... ―se encogió de hombros.

―Abigail Adams, de Slytherin ―repuse, volviendo a ver la ventana.

Suspiró suavemente, y su aliento se volvió visible en forma de niebla. Amaba eso del invierno, a pesar que la estación en sí no le gustara. Prefería la primavera. Y con creces.

―¿Te he visto antes? ―preguntó. Su voz no se elevaba demasiado. La Lechucería le daba esa paz, y consecuente a esa paz, estaba el hecho de no hablar fuerte.

-Supongo que camino a las mazmorras para a clase de pociones… el equipo de quidditch de tu casa no deja de acosarme –refunfuñé en un tono divertido al recordar el último incidente con ellos, se había divertido tanto verlos correr como nenas lloronas cuando Ignisis –la fénix de Gael- se hizo cargo de ellos con las flamas de sus bellísimas alas. Aunque ellos habían prometido vengarse, no me preocupada en lo absoluto, sabía defenderme y si tenía a Gael cerca, nuevamente me degustaría de un nuevo show de niños miedosos.

Froté mis manos una con otra para tratar de brindarles calor. Recordaba esas inmensas nevadas en Francia, me daba tanto frío que debía quedarme envuelta en mis sabanas acurrucada en mis sabanas, teniendo al elfo domestico que más me consentía, trayéndome chocolate caliente cada vez que me lo terminaba. Mi madre iba y venía tratando de organizar a los elfos de la mansión para que no perdieran el control con el frío “Cómo me gustaría poder darles algún abrigo a esas criaturas” decía ella con tristeza, veía a los elfos semi desnudos y descalzos, sirviéndonos fielmente… pero su les daba alguna prenda, ellos se irían libres. Por esa misma razón mantenía la mansión siempre calida para que no pasaran frío durante el resto del día.

-Una hermana de seis años, que ternura –dije riendo- yo soy la más pequeña de la familia, así que no sé como se siente pero me imagino que a de ser muy lindo. Tampoco tengo hermanas, son todos hombres y mayores –dije con un desliz melancólico… los gemelos había fallecido hace 8 años atrás. Mis padres igual.

―Tal vez ―comentó Abi, intentando recordar de dónde conocía a Elizabeth. Luego de un par de minutos, desistió al intento.

Miró por la ventana. La nieve traía recuerdos, claro. Moscú, principalmente. Recordó las guerras de nieve encarnizadas entre ella y la pequeña Sammy, las cuales ganaba la niña y no precisamente porque su hermana mayor la dejara ganar. O el rostro de su madre al ver al viejo Dorianski andar tan pobremente vestido con el clima glacial. Y su favorito, cuando su padre le daba lecciones de animagia en el patio trasero de la mansión de Siberia.

―Muy tierno ―coincidió―. Hasta que empieza a caminar. Y tienes que esconder tus cosas bajo llave, porque corres riesgo que la niña las agarre ―dijo, con una sonrisa pintada en el rostro, al igual que cada vez que hablaba de la pequeña―. ¿Cuántos hermanos tienes? ―inquirió Abi, inocentemente.

Miré el rostro de Abi con una mirada oculta entre los flequillos que caían en mi frente... me preguntaba sobre mis hermanos, los que tengo, los que tuve. Era algo muy doloroso de recordar, pero no quería entrar en sentimentalismos en ese momento. Sería directa y clara, sin rodeos, así el dolor saldría de golpe y no sufriría tanto. Me despegué de la ventana y llevé mis manos frías a mis bolsillos de la chaqueta, suspiré y mayterializando una gransonrisa en mi rostro, alcé mi cabeza hasta parecer que miraba el techo, cerrando mis ojos con delicadeza... suspiré y hablé nuevamente.

-Seis hermano mayores, Abigail... -no pude reprimir una ligera risa.

Recordaba mis problemas para poder dstinguirlos a todos. eran muy parecidos y la diferencia de edades no era muy marcada. Raoul era fácil, siempre me haía menos en ciertas ocasiones. Chirtopher y Christian eran gemelos y no podía reconocerlos y muchomenos recordar sus nombres tan similares y los trillizos, fue todo un milagro que pudiese distiguirlos. Me costó al principio, era pequeña.

La serpiente bufó.

―Lo que daría por un hermano mayor ―dijo, en voz baja―. Además, es un fastidio estar tan ausente en la vida de Sam ―repuse enfadada, dando una patada a la pared.

―¿De dónde eres? ―preguntó, para cambiar de tema, pues el tema "hermanos" le recordaba que para su hermanita, era poco menos que una leyenda.